jueves, 23 de agosto de 2012

¡Hoy se sentó!

¡Se sentó!
Estoy convencida de que los masajes le hacen bien, incluso en el actual estado de deterioro cognitivo de papá. Digo esto porque hoy llegué a verlo, como siempre, a eso del mediodía e inmediatamente inicié mi sesión de masajes: primero los dedos de los pies, la planta y, desde ahí, subiendo hasta cubrir los muslos. A estas alturas, también reviso los puntos de apoyo en las caderas. Por supuesto que me encuentro con llagas que se le abren de un día para el otro. Las limpio con suero fisiológico, las seco con gasa estéril y les pongo una pomada cicatrizante a base de fibrinolisina, cloranfenicol y desoxiribonucleasa. A aquellas que me parecen en peor estado, las vendo con gasas largas y con un tipo de leuco que no lastima la piel. Me alegra notar que mi padre me tiene confianza. Alternativamente, cree que soy su madre, su hermana Carmeta, yo misma y, cuando no le gusta lo que hago me llama Mercedes, que es el nombre de la mayor de todos sus hermanos, además de una persona bastante antipática. Bueno, pero la gran novedad de hoy es que después de los masajes, le tocaba almorzar –por llamar de alguna manera a eso de ingerir algo licuado que ni remotamente se parece a un almuerzo normal-. Entonces, decidí que en lugar de sentarlo en la cama, como todos los días, lo sentáramos al borde de la cama, con los pies apoyados sobre una frazadita doblada sobre el piso. ¡Y almorzó sentado! Yo no lo podía creer, porque había llegado a pensar que nunca más lo vería sentado como el resto de nosotros. Ojalá que lo que estoy contando le sea útil a algún cuidador o visitador o amante amoroso de un enfermo de alzheimer. En realidad, la escena de mi padre sentado se completa si agrego que le pusimos un respaldo que se usa para que las personas se sienten en la cama, que parece un muñeco grande de dos brazos, sin cabeza. Parece cómodo, aunque nunca lo usé. De lo contrario, mi viejo no se habría aguantado derecho. Y el detalle que falta es que la buena de mi madre se sentó del otro lado de la cama y apoyó su espalda a la espalda de esa especie de muñeco. Así lo hicimos. Y salió bien. Estoy contenta. Hoy en Montevideo hizo mucho calor, demasiado para esta altura del invierno . Así que entre la sesión de masaje y este calor inoportuno, me cansé. Llegué a mi casa verdaderamente agotada. Pero satisfecha. Un abrazo a todos.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Mejora con masajes


Hoy es miércoles.
Cuando llegué a verlo, a eso del mediodía, papá estaba en posición horizontal, con los ojos cerrados y la boca abierta. Yo iba preparada con la crema de ordeñe y decidida a aplicarle masajes en las piernas, pies y dedos, por lo menos, durante una hora. Dado el estado de deterioro de mi padre, menos de una hora me parece al santo botón (entre los uruguayos, que no sirve).
Y fue lo que hice. Con crema en las manos, empecé por la planta de los pies, seguí por cada uno de los dedos y ya después, como evidentemente la sensación que él experimenta es muy agradable –aunque a veces se queja de dolor también-, fui a lo que me interesa: las piernas.
Digo que me interesan las piernas porque constituyen los elementos de sustento, es decir que con los palos flacos que tiene ahora, puro hueso y piel, no podría ni siquiera intentar pararse. Y si no logra pararse, las varias heridas de su piel se transformarán en éscaras. Y las éscaras solo significan dolor, mucho dolor.
Una de las hermanas mayores de papá murió con la misma enfermedad. Al final, ella quedó como una momia, rígida, con las extremidades dobladas e inmóviles. Recuerdo que cuando quienes se ocupaban de ella la volteaban periódicamente de un lado y del otro en la cama, Carmeta –así le decíamos a mi preciosa tía- se dejaba mover como un paquete, como algo seco y sin vida. Pero mi tía tenía algo especial, lo mismo que observo incluso en mi padre en estos momentos, tenía la mirada de sus ojos amables y cálidos. Aquella mirada perfumaba el corazón de quien la observaba. Mi padre está empezando a “momificarse”, eso está claro, pero cuando me mira con sus ojos celestes intensos se me ilumina el alma. Todavía no sé si le hago los masajes para que se pare y no tenga éscaras o simplemente porque es un modo de tocarlo, de darle mi calor con las manos, de frotarlo con mi amor entreverado con la crema.
La cosa es que, a pesar de que la “sesión” de hoy fue la tercera, ya puedo notar algún resultado: está más despierto y más flexible, ¡quién lo iba a decir! Incluso empecé a curarle una herida fea en un talón, con tejido necrosado. No sé cómo me animé, pero es que me siento capaz de ayudar para que esa herida siga una buena evolución y desaparezca. Ya les seguiré contando.
De más está agregar que imagino que mi lector es alguien como yo, que enfrenta una situación similar y que podría sentir esa sensación de alivio que se desprende del hecho de compartir. El sentido de lo que escribo es práctico: me cura y espero que ayude a otros.
Cuéntenme, por favor, cómo les va a ustedes con su enfermo de Alzheimer. No me interesa lo que digan los médicos, sino lo que vivencien ustedes. Gracias. 

martes, 21 de agosto de 2012

Su situación actual


Mi viejo, hoy.
Sí, a mi viejo le diagnosticaron alzheimer hace más de seis años. Claro que la familia solo necesitaba la confirmación de algo que ya nos temíamos, porque todos íbamos notando esa paulatina transformación  en papá.
Quien habíamos amado y conocido toda la vida, la personita entrañable, llena de defectos pero muy buena que fue mi padre, se estaba alejando y en su lugar veíamos otro hombre, uno con la mirada ausente y claramente más sordo. Mi padre se iba, se despedía de sí mismo y de su mundo a través de esa mirada que ya no reconocía lo suyo.
En el medio, entre aquel día del diagnóstico confirmado y el momento actual, vinieron los médicos, claro. Los afanosos y bienintencionados médicos que intentan hacer lo que pueden. Pero tratándose de alzheimer, ni ellos ni los brujos  son milagreros. Esta enfermedad actúa en el paciente como un silencioso y gigantesco tsunami: nada lo detiene.
Le recé a Dios pero él, con buen tino, me miró y preguntó con sonrisa de niño pícaro: “¿Hasta cuándo querés que viva, el pobre? Te lo dejé hasta ahora, con casi noventa años. Dejalo ir…, dejalo ir…, dejalo ir.” Y en eso estoy.  (Aclaro que escribir déjalo, entre uruguayos, sería una burda traición a la manera como pronunciamos este tiempo verbal: como una palabra grave.)
Estado actual de mi viejo:
·         alimentación: todo licuado, y ayudado con una pajita o sorbito, tal como solían hacer mis hijos cuando tomaban la leche de muy chiquitos;
·         movilidad: solo mueve bastante bien los brazos y apenas gira la cabeza, pero no domina en absoluto las piernas;
·         comunicación: mantiene los ojos cerrados la mayor parte del tiempo, gesticula con lo que supongo son amigos imaginarios, con recuerdos que lo vienen a saludar y lo distraen de nuestros esfuerzos patéticos para que coma o tome agua;
·         apetito: no tiene; le insistimos con el agua, que le damos en una jeringa, un poquito de líquido cada vez.
Hoy empecé a masajearle las piernas, que tiene rígidas y flacas como las patas de las sillas de jardín; bueno, apenas más llenitas. 
Llevé crema de ordeñe para hacerle los masajes en el hogar en el que está, decidida a averiguar qué peste es lo que le pasa con esas piernas que no mueve, que están como si no fueran propias. Estuve una hora masajeándolo y comprendí que tiene los tendones agarrotados. Aclaro que con los conocimientos que adquirí en la facultad de medicina de la esquina, entendí eso. Lo que piensen los médicos de lo que ocurre es respetable, pero para mí, en este estado de cosas, ya no cuenta. 
Además, descubrí que tiene varias heridas en la piel que están como en las gateras, esperando para salir corriendo y convertirse en éscaras.
Por lo tanto, si no camina, tendremos papá sin dolor para poco tiempo. Me propuse darle un masaje diario de una hora, por lo menos, en todas las piernas: muslos, rodillas, el resto y los pies, haciendo hincapié en la planta de los pies y en los dedos. Quiero que camine, si no, su vida va a empezar a ser un infierno.
Seguiré contando. Gracias por escucharme, quienquiera que esté del otro lado.