Mi viejo, hoy.
Sí, a mi viejo le diagnosticaron
alzheimer hace más de seis años. Claro que la familia solo necesitaba la
confirmación de algo que ya nos temíamos, porque todos íbamos notando esa
paulatina transformación en papá.
Quien habíamos amado y conocido
toda la vida, la personita entrañable, llena de defectos pero muy buena que fue
mi padre, se estaba alejando y en su lugar veíamos otro hombre, uno con la
mirada ausente y claramente más sordo. Mi padre se iba, se despedía de sí mismo
y de su mundo a través de esa mirada que ya no reconocía lo suyo.
En el medio, entre aquel día del
diagnóstico confirmado y el momento actual, vinieron los médicos, claro. Los
afanosos y bienintencionados médicos que intentan hacer lo que pueden. Pero
tratándose de alzheimer, ni ellos ni los brujos
son milagreros. Esta enfermedad actúa en el paciente como un silencioso
y gigantesco tsunami: nada lo detiene.
Le recé a Dios pero él, con buen
tino, me miró y preguntó con sonrisa de niño pícaro: “¿Hasta cuándo querés que
viva, el pobre? Te lo dejé hasta ahora, con casi noventa años. Dejalo ir…, dejalo
ir…, dejalo ir.” Y en eso estoy. (Aclaro
que escribir déjalo, entre uruguayos,
sería una burda traición a la manera como pronunciamos este tiempo verbal: como
una palabra grave.)
Estado actual de mi viejo:
·
alimentación: todo licuado, y ayudado con una
pajita o sorbito, tal como solían hacer mis hijos cuando tomaban la leche de
muy chiquitos;
·
movilidad: solo mueve bastante bien los brazos y
apenas gira la cabeza, pero no domina en absoluto las piernas;
·
comunicación: mantiene los ojos cerrados la
mayor parte del tiempo, gesticula con lo que supongo son amigos imaginarios, con
recuerdos que lo vienen a saludar y lo distraen de nuestros esfuerzos patéticos
para que coma o tome agua;
·
apetito: no tiene; le insistimos con el agua,
que le damos en una jeringa, un poquito de líquido cada vez.
Hoy empecé a masajearle las
piernas, que tiene rígidas y flacas como las patas de las sillas de jardín;
bueno, apenas más llenitas.
Llevé crema de ordeñe para hacerle los masajes en el hogar en el que está,
decidida a averiguar qué peste es lo que le pasa con esas piernas que no mueve,
que están como si no fueran propias. Estuve una hora masajeándolo y comprendí
que tiene los tendones agarrotados. Aclaro que con los conocimientos que
adquirí en la facultad de medicina de la esquina, entendí eso. Lo que piensen
los médicos de lo que ocurre es respetable, pero para mí, en este estado de
cosas, ya no cuenta.
Además, descubrí que tiene varias heridas en la piel que
están como en las gateras, esperando para salir corriendo y convertirse en
éscaras.
Por lo tanto, si no camina,
tendremos papá sin dolor para poco tiempo. Me propuse darle un masaje diario de
una hora, por lo menos, en todas las piernas: muslos, rodillas, el resto y los
pies, haciendo hincapié en la planta de los pies y en los dedos. Quiero que
camine, si no, su vida va a empezar a ser un infierno.
Seguiré contando. Gracias por escucharme,
quienquiera que esté del otro lado.
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